Sépanlo bien, escribanos: No cantamos para él porque nos difamaron diciendo que
olíamos a pescado, que formábamos tropel entre las causas perdidas, igualándonos
con las suripantas, ¡ja! ¿Que Ulises nos poseyó ingeniosamente para ya no volver
a nuestro lecho? Ensueños de marino en alta mar y patrañas de poeta.
Si supieran. Ulises apenas desembarcó, se quedó dormido por cansancio. Contó
luego por ahí que se amarró al mástil mientras le untaban cera en el caracol de
los oídos y ordenaba a su tropa marinera que no lo dejaran atracar en esta ínsula
de playas apacibles y remansos de mar si el vórtice de nuestro canto lo atrapaba,
infundios que luego propaló ladinamente entre sus rapsodias aquel poeta invidente
y con él, ustedes. Sí, apenas salmodiamos para aplacar su sueño de náufrago a la deriva. Y según la
buena palabra de la nereida bicaudal que lo velaba, dormía agitado, lubricado por
la esposa tejedora, Penélope, el nombre que susurraba en su descanso de alcoba
silente.
Antes de volver a su barco, desvaneció con agua dulce el sudor agrio, las costras
de sal adheridas a su torso y su imberbe barba pilosa.
El testimonio de sus libros apenas recoge esos infundios de marinero célibe.
«Silencio de alcoba» (Anatomía de una ilusión, 2016)
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